Culto y vía interna de adoración
El Espíritu de las cosas
Culto y vía interna de adoración
El Martinismo es un Arca donde se celebra el culto de la Alianza
El Martinismo, si permanece fiel a su misión, debe ser una escuela de oración, conforme a las enseñanzas de Louis-Claude de Saint-Martin de donde sabemos con qué fuerza insistirá sobre la necesaria y previa purificación del corazón para avanzar en el Santuario de la Verdad; constituye de este modo un auténtico seminario donde se descubren progresivamente, y se pone en las manos del iniciado, los “objetos” del culto interior, los instrumentos sagrados que tendrá que utilizar para presentarse ante Dios.
Vía “cardiaca”, vía interna de adoración, apoyándose y fundándose sobre la práctica de la contemplación y de la alabanza, el Martinismo es en cierto modo un Arca donde, piadosamente, se conserva la práctica de la celebración de la Alianza del Creador con el hombre, pero con un hombre santificado, regenerado “perpetuamente y por completo en la piscina de fuego, y en la sed de la Unidad”, como lo expresa magníficamente el “Filósofo Desconocido”, a fin de poder cumplir la principal religión, la que consistirá en vincular y reunir “nuestro espíritu y nuestro corazón a Dios”, para que el hombre pueda ser restablecido en las prerrogativas de su primer origen, realizando finalmente su indispensable “Reconciliación”.
De forma premonitoria, Saint-Martin había previsto, conociendo la lentitud de los progresos del alma humana, que su obra no produciría frutos antes de que hubiese abandonado esta tierra. Su inmenso mérito, que cada Martinista celebra en el presente de forma providencial, es haber sabido, durante su paso por este valle de lágrimas, recordarnos los deberes que nos impone nuestra verdadera esencia, profetizando con rara lucidez: “Mi tarea en este mundo ha sido la de conducir al espíritu del hombre por una vía natural a las cosas sobrenaturales que le pertenecen por derecho, pero de las que perdió totalmente la idea, ya sea por su degradación o por la falsa instrucción de sus maestros. Esta tarea es nueva, pero está llena de numerosos obstáculos; y es tan lenta que no producirá frutos hasta después de mi muerte” (Saint-Martin, Retrato histórico y filosófico, 1135).
La obra san-martinista para ser admitido en el rango de los sacrificadores del Eterno.
La obra san-martinista es un trabajo según lo interno porque es allí, en el corazón, en este preciso lugar, que se juega la posibilidad de una transformación para el alma; es en esta ubicación especial y única donde están selladas las condiciones de una eventual futura unión con lo divino para el hombre de deseo.
No se dan pues, y esto hay que decirlo solemnemente, otras oportunidades disponibles para el investigador, otros caminos que permitan un acercamiento a los lugares santos: es en el fondo del alma donde deben elevarse los inciensos de la oración, es en este centro donde se hacen comprensibles los cánticos dirigidos al Rey de los cielos, es en este lugar donde son celebradas las inefables nupcias supraesenciales que ven, en un indescriptible misterio, a la amada esposa descansar definitivamente sobre el corazón caritativo del Señor para dormir, en una paz profunda, por la eternidad del amor perpetuo.
Así, quien haya dejado que se convierta en el Templo del Señor, aquel que se haya hecho digno de ser visitado por la simiente divina: tendrá que fecundar el germen de Dios, la Palabra inexpresada del Verbo, para que “haga que esta obra santa opere en nosotros, para que podamos decir que somos admitidos al rango de los sacrificadores del Eterno” (El hombre nuevo, § 16).
Dando la vida al Verbo de Dios, a este Hijo recién nacido “anunciado en nosotros por el Ángel”, concebido en nosotros por “el alumbramiento y la operación del espíritu”, reconstruimos, concretamente, el arca santa, revelamos el Tabernáculo sagrado de la Divinidad restableciéndolo en el centro del Templo de Jerusalén reconstruido “místicamente”, regenerado espiritualmente sobre sus bases y todas sus estructuras y partes, lo instalamos solemnemente, acompañado por la bondadosa presencia del Ángel del Altísimo, en el centro del Templo secreto por siempre santificado del Eterno nuestro Dios.
Tal es la obra a cumplir por los miembros de esta “Sociedad” pensada por Saint-Martin como una Fraternidad del Bien, una Sociedad quasi religiosa, a saber, la Sociedad de los Hermanos, silenciosos e invisibles, consagrando sus trabajos a la celebración de los misterios del nacimiento del Verbo en el alma; círculo íntimo de los piadosos Servidores de YHSVH, reagrupados según el deseo del Filósofo Desconocido, y a fin de responder a su voluntad inicial y primera, en “Sociedad de los Independientes”, que no tiene “ningún tipo de semejanza con ninguna de las sociedades conocidas” (Saint-Martin, El Cocodrilo, Canto 14).
“Alma humana, únete a aquél que trajo a la tierra el poder de purificar todas las substancias; únete a aquél que, siendo Dios, se hace conocer sólo a los sencillos y a los pequeños, y se deja ignorar por los sabios” (El hombre de deseo, § 201).
El culto de reconciliación y de santificación universal.
El Divino Reparador, el Salvador de los hombres, es al mismo tiempo el “Sacrificio” y el “Sacrificador”, es el Gran Sacerdote ante la presencia de Dios, el ordenador universal, la figura perfecta y el Cordero que es sacrificado para reparar las tristes consecuencias de la criminal desobediencia de Adán.
Don del Padre a los hombres, es introducido solo en el Santo de los Santos para cumplir allí el holocausto que pone fin a los tiempos de la ley, haciendo entrar a la humanidad en la bendita era de la gracia: “El sacerdote según la orden de Melquisedec, el Sacrificador, el Regenerador y Remunerador universal, el Cristo, ha salido de la tribu de Judá. No ha venido a destruir la ley que había sido dada por Moisés, pero viene a realizar las cosas de las cuales él es la figura; hizo que cesara, haciéndola suceder por la ley de la gracia del hijo a la ley del espíritu. Estamos bajo esta segunda ley, o segunda acción. Como es completamente espiritual, ya no habrá más manifestaciones sensibles y visibles tras el Cristo hasta el final de los tiempos, porque el tiempo de estas manifestaciones sensibles ha pasado, puesto que solo eran figuras para anunciar a los hombres la ley espiritual de la gracia que estaba por venir” (Las Lecciones de Lyon, 82, 6 de diciembre de 1775, SM).
Saint-Martin nos describe, al detalle, el significado del soberano sacrificio del Divino Reparador, y la forma en la que el Maestro acompaña el rito perfecto y suficiente de su oblación viviente:
“Es en esta triple época que debió entrar en el Santo de los Santos y vestirse con el efod, el traje de lino, el pectoral, con la tiara que usaban los grandes sacerdotes de los Hebreos en sus funciones sacerdotales y que solo eran para ellos el símbolo de la verdadera vestimenta con la cual el Regenerador debía llegar a cubrir algún día la desnudez de la posteridad humana.Entonces, debió desarrollar la ciencia a los ojos de los que había elegido; debió restablecer ante ellos las palabras que se habían borrado del libro antiguo confiado antaño al hombre, y que este hombre había desfigurado; debió incluso haberles dado un nuevo libro más extenso que el primero, a fin de que además, a quienes se transmitiese, pudiesen conocer y disipar los males y las tinieblas que rodeaban a la posteridad del hombre y aprendiesen a prevenirlos y a volverse invulnerables”. (Cuadro natural, § XIX).
Continuando con la descripción de esta acción magnífica, y en la que se evalúa, de inmediato, aunque muy débilmente, el sentido efectivo que reviste, tanto sobre el plano celeste como por el hombre, a pesar de que fue a través de ella que se nos dio a conocer el secreto del auténtico sacerdocio, que es por esta operación superior, la más elevada que ha sido ejecutada en este mundo y de valor sin igual, que ha sido revelado al hombre por primera vez la preparación aromática destinada a alimentar el altar de los perfumes, allí donde, en el interior del “Santo de los Santos”, se celebra el rito puro y sagrado de reconciliación, el culto de santificación universal:
“Entonces, debió de preparar ese antiguo perfume del cual se habla en el Éxodo [30:34], compuesto de cuatro aromas del mismo peso, y que los sacerdotes de los Hebreos solo podían emplear para los usos del templo, bajo las prohibiciones más rigurosas; debió llenar con ellos el incensario sagrado y, después de haber perfumado todas las regiones del templo, debió convencer a sus Elegidos de que nada podían sin este perfume.Finalmente, su obra hubiese resultado inútil para ellos si no les hubiese iniciado en sus conocimientos enseñándoles a recolectar ellos mismos estos cuatro preciosos aromas, a componer a su vez este mismo perfume incorruptible y a extraer estas puras exhalaciones destinadas, por su viva salubridad, desde el origen del desorden, a contener la corrupción y a sanear todo el Universo.Porque el Universo es como un gran fuego encendido desde el inicio de las cosas para la purificación de todos los Seres corrompidos”. (Cuadro natural, § XIX).
La “Presencia” en la secreta cámara del corazón.
Para ofrecer el culto en espíritu y restablecerlo en el Templo, para encender sobre el altar de los holocaustos un Fuego Nuevo, para elevar preciosos perfumes hacia el Eterno, para invocar su Nombre y celebrar su Gloria, se trata, después de haber experimentado y sufrido las dolorosas y extenuantes marcas de la purificación, de “dejar lugar al Espíritu”, de abandonarse al secreto e inefable poder del Cielo, de ser sensible a las manifestaciones de la “Causa activa e inteligente”, al soplo del Señor, a este signo, conferido a los elegidos del Altísimo, simbolizando la plena realidad de la “Presencia” en lo secreto de la cámara del corazón.
Se observa con atención esta luz particular, que nos desvela Saint-Martin, a propósito del valor extraordinario del culto enseñado por el Divino Reparador, en tanto que nos da, en este pasaje, las mayores indicaciones sobre lo que constituye una profunda clave espiritual, a saber, la naturaleza misma de este nuevo culto, en colaboración con la “Sabiduría”, la Sophia, completando el antiguo y dándole los elementos que no podría ostentar sin una intervención directa del Cielo:
“El Jefe universal de todos los instructores espirituales del culto puro y sagrado ha debido, como ellos, volver a trazar sobre la tierra lo que ocurre en la clase superior, y esto conforme a esta gran verdad, a saber, que todo lo que es sensible es la representación de lo que no lo es, y que toda acción que se manifiesta es la expresión de las propiedades del Principio oculto al cual pertenece. El Elegido universal ha debido incluso cumplir con esta ley de una manera más eminente de lo que lo habían hecho todos los Agentes cuya obra venía a completar, puesto que éstos solo habían mostrado en la tierra el culto de justicia y rigor, y él mismo venía para traer el culto de gloria, luz y misericordia.Así, en todos estos actos y en el culto que ha ejercido, ha debido demostrar todo lo que se opera en el mundo invisible. Desde lo alto de su trono, la sabiduría divina no cesa de crear los medios para nuestra rehabilitación: aquí abajo el Regenerador universal no debió dejar de cooperar para el alivio corporal y espiritual de los hombres, transmitiéndoles los diferentes dones relativos a su propia preservación y a la de sus semejantes, enseñándoles a alejar de ellos las trampas que les rodean y a llenarse de la verdad”. (Cuadro natural, § XIX).
Dios, a pesar de la inmensidad de sus facultades y su infinito poder, tiene no obstante necesidad del hombre, más precisamente del alma del hombre que es un auténtico crisol, un vaso selecto destinado, tras la noche de los tiempos, a hacer eclosionar la simiente divina. Así lo destaca, con una ciencia inexplicable pero con impresionante seguridad, Jakob Böhme, cuando afirma en sus Confesiones: “¿Dónde quieres buscar a Dios? Búscalo solo en tu alma que es la naturaleza eterna donde se produce el divino engendramiento” (J. Böhme, Confesiones, cap. 6, § VII, 16).
Proposición que ya había expuesto sin desvío en el primer texto que escribió, tras una visión de la que se beneficia en 1610, y que titula La Aurora naciente: “Pues el auténtico cielo está por todas partes, también en el lugar que estás y caminas. Cuando tu espíritu capta el más interior nacimiento de Dios y traspasa el más sideral y carnal, ya está en el cielo” (La Aurora naciente, XIX, 24).
Nuestro ser es traído secretamente de la oscuridad a la luz.
La obra de oración para Saint-Martin es, en primer lugar, una forma de aniquilación, pues es, en su asombrosa perspectiva, un camino al final del cual Dios viene a orar por sí mismo en nosotros, haciéndonos pasar de la sujeción de la muerte a las promesas de la resurrección.
Aceptar hacerse una “verdadera nada”, según la expresión del Filósofo Desconocido, es permitir la eclosión divina, es asistir en sí mismo a la transformación de los elementos mortales en una substancia de inmortalidad. “Ahí está el verdadero abandono, nos revela Saint-Martin, ahí está ese estado donde nuestro ser está continua y secretamente transportado de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, y si se osa decir, de la nada al ser; pasaje que nos colma de admiración, no solamente por su dulzura, sino más bien porque esta obra queda en las manos divinas que la opera, y que afortunadamente para nosotros nos resulta incomprensible, como todas las generaciones en todas las clases lo son a los seres que en ellas son los agentes y los órganos…” (Saint-Martin, La Oración).
Esto que se cumple en el corazón del hombre, por el efecto de esta aniquilación, es por lo tanto de tal orden que es difícil enunciar su misterio. Los frutos del abandono son de tal naturaleza, de tal superabundante gracia, que el espíritu se sustrae repentinamente a tal confusión que se justifica con facilidad, pero no queda en condiciones de velarnos completamente el carácter extraordinario de aquello que se desarrolla en lo interno.
El sentido propio de la oración del corazón, para Saint-Martin, el fruto de la oración interior, se sitúa precisamente en el cumplimiento de esta quasi “invasión” divina de la que nosotros somos el objeto, por la sorprendente llegada, en nuestro fondo, de lo Increado, de aquello que sobrepasa todo entendimiento y toda razón, es decir, del Verbo eterno que viene a pronunciar su inestimable Palabra en el centro de nuestro centro, en este Santuario donde sólo debe reinar el deseo de Dios.