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“El hombre que, como es el pensamiento del Dios de los seres, se ha observado hasta el punto de que ha sometido sus propias facultades a la dirección y al origen de todos los pensamientos, ya no tiene dudas en su conducta espiritual, aunque no se encuentre protegido en su conducta temporal, si la debilidad sigue arrastrándolo todavía a situaciones ajenas a su verdadero objetivo, pues, al buscar siempre este objetivo verdadero, debe esperar los socorros más eficaces, ya que, al tratar de seguirlo y alcanzarlo, sigue la voluntad Divina, que es la misma que lo empuja e invita a que se dedique a ello con ardor.¿Pero de dónde le viene esta forma de ser, tan ventajosa y sana? Es que, si llega a regenerarse en su pensamiento, lo hace pronto también en su palabra, que es como la carne y la sangre del pensamiento y, cuando se ha regenerado en esta palabra, lo hace pronto también en la obra, que es la carne y la sangre de la palabra. (…) en él se transforma todo en sustancias espirituales y angélicas, para llevarlo sobre sus alas a todos los lugares donde lo llama su deber” (El Hombre Nuevo, § 4).